Los espacios de la memoria
La Columna del Sábado
Casa de nacimiento de mi padre, vereda La María, municipio de Ábrego, departamento de Norte de Santander, Colombia
Fuente: Archivo personal
En sus últimos años, una de las tareas que se propuso
mi padre fue la de elaborar el árbol genealógico. A partir de las historias del
abuelo Grande o de los relatos de cualquier otro familiar, intentó organizar el
recuerdo de todos aquellos parientes que habitaron esos espacios de su memoria
en el que residían sus más profundas vivencias, y que denominó las “casas de
la memoria”.
De no haber sido por la fatalidad, tal vez mi padre hubiera podido tejer
con más detalle esa red familiar que se pierde en los labrados de los años y termina
por enredarse bastante en esa dinámica social que hace que los apellidos a
pesar de ser iguales no pueda decirse que son de “los mismos”. “Los míos son del bello valle”, diría mi
padre, aunque recuerdo que encontró algunos en otras geografías distantes, en
las que no solo fue la gran fertilidad la que dificultó el inventario final,
sino la recurrencia de hijos extramatrimoniales o simplemente no reconocidos
con el apellido de sangre.
En esa tarea personal
de encontrar cada uno de los miembros de esa descendencia, fueron muy importantes
esas casas de la memoria, las cuales podía
describir con lujo de detalles y con una exactitud que hacía pensar que esos
espacios seguían habitándolo a pesar de que ya no quedara ninguna evidencia
física. “Todavía sueño
recorriendo el patio de la casa que quedaba cerca al río… a veces se iba la
luz, entonces nos tocaba prender una vela”, contaba mi padre con profunda
nostalgia, y pese a que ya no quedaba ni la sombra de aquel espacio, continuaba
vivo en su memoria, con sus habitantes, sus sensaciones y sus afectos. “Es que recuerdo mejor lo de hace muchos
años que lo que ha pasado hace poco”. Y es que tal como lo pensaba mi
padre, los primeros años de vida terminan siendo los cimientos de esa gran casa histórica que comenzamos a habitar desde
que nacemos y que poco a poco con el paso de los años vamos construyendo y deconstruyendo,
hasta ese día final en que “levamos anclas” y la casa queda convertida en un espectro que va más allá de las sepultura.
“Si volviera a esa casa podría encontrar con los ojos cerrados el
lugar donde se guardan las llaves”, diría el maestro Abel Manzur y seguro mi padre le daría la razón,
porque llega un momento en que al fin somos conscientes de haber construido una gran casa que nos
habita, y que recorrerla es un abismo espiritual que nos deja en
evidencia ante todas esas vivencias y recuerdos que ya hacen parte íntegra de sus
muros. En ese momento ya somos capaces de recorrer sus pasillos sin perdernos,
sin la angustia de extraviarnos de vuelta a la sala y con las llaves firmes en
la mano para abrir y cerrar las puertas como si la memoria fuera un mundo
paralelo.
Tal vez de alguna de esas puertas de la casa es que sale esa sensación tan
humana que muchos llaman el “apego a la tierra”. Pero si tan grande es el
mundo, ¿por qué precisamente ese arraigo al espacio geográfico en el que hemos
pasado los primeros años de vida? ¿Por qué al estar lejos deseamos tanto
volver al lugar en el que nacimos? ¿Será acaso que allá estará alguna parte
perdida de esa casa que nos habita el
pecho? ¿Será que esa es la razón poderosa de querer volver a recorrer los
caminos de la infancia, las travesías de la adolescencia o las angustias de la
adultez? Es muy probable, porque en esos lugares todavía están los vivos que ya
tienen parte de sí habitando la casa,
y que su presencia física es tan necesaria para volver el corazón a su
lugar y que nuestras vidas alcancen lo más cercano a la plenitud.
“Aquí nací y aquí me
muero”, dicen los viejos. ¿Tan importante son esos
puñados de recuerdos de los vivos que tanto queremos? El tiempo dirá... entre
tanto en ese espacio intangible que constituye la casa seguirán erigiéndose cuartos con personas y vivencias que aunque
no se puedan ver nos habitan profundamente y nos convocan con más fuerza cuando
estamos lejos, porque la casa de la
memoria más que de lugares está hecha de personas que se han convertido en verdaderos
afectos
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