La música para nombrar lo que existe
La Columna del Sábado
Biabu Chupea: un grito en el silencio, documental dirigido por Priscila Padilla. Colombia (2020)
Fuente: Festival Internacional de Cine de Monterrey
Somos los colombianos una nación multicultural, y
aunque eso parece no tener discusión, fue con la Constitución de 1991 que se reconoció
legalmente esa diversidad que nos constituye desde las diferentes regiones.
Cuando hablamos de Colombia como
nación parece que simplificamos esa riqueza demográfica que nos integra a pesar
de la distancia de las montañas, de los ríos, de los llanos, de la selva, del
mar caribe y de la dificultad de entender que esta gran geografía no solo está
definida por lo que acontece en las grandes
urbes del centro del país.
En medio de esos abismos que todavía nos impiden
concebir completamente lo que somos, el arte está presente como eje integrador,
y el canto y la música como esa forma esencial de nombrar lo que existe, de
contar las historias y de repetirlas para que no se olviden.
Desde el archipiélago de San Andrés y Providencia con su influencia
reggae y de ritmos antillanos, pasando por el Pacífico con su esencia africana
de tambores y congas, bordeando la costa Caribe con acordeón y guacharacas, el
macizo montañoso andino con cantos de cuerda y bandola, los llanos orientales
con arpas y joropo, y la densa Orinoquía y Amazonía con sus cantos ancestrales
de las comunidades indígenas que aún persisten; desde toda esa diversidad
biocultural, la música continúa diciendo presente pese a las fronteras
políticas. Seríamos un país aún más distante si no fuera por “esta lengua
común” que nos narra y nos acerca a los orígenes, a esa esencia de pertenecer a
un territorio y a una comunidad.
Esta particularidad de la música de exaltar la
existencia y de acompañar la resistencia ante un destino trágico que nos ha barrido
desde la llegada de los imperios europeos a finales del siglo XV, se ha
convertido en un rasgo común no solo de Colombia sino de toda Latinoamérica desde
el río Bravo en México, pasando por el “tapón” del Darién, hasta la tierra del
fuego en la Patagonia. Los hechos brutales de la conquista y la colonia, el
exterminio de gran parte de la población aborigen y el desarrollo de esa
empresa siniestra del comercio de esclavos traídos del África, propició esa fusión
cultural y étnica que pese a que los colonizadores pretendieron suprimir con
violencia y evangelización, la música fue
una de las pocas expresiones autóctonas que pudo sobrevivir a la imposición de
la “gran civilización” europea. Cantos para la tristeza, para la alegría, para los
dioses, para la muerte; cantos para reivindicar la cultura ancestral y ese
sincretismo religioso que se consolidaría como otra manera profunda de
nombrarnos.
El conflicto armado colombiano nos ha dejado grandes fisuras en el tejido social y un marcado aislamiento entre las regiones. El campo y la ciudad mantienen aún ese abismo cultural que nos hace parecer que somos varios “países” bajo una misma bandera. En todas las tragedias que han bañado de sangre a la patria, está siempre algún cantor que a través de la música nos cuenta lo sucedido, y nos lo recuerda cuantas veces sea necesario, para que el olvido no sea cómplice de la impunidad. Las madres cantoras de Tumaco, de los montes de María, del Urabá y de otras tantas regiones marcadas por la desgracia, son apenas algunas de las muchas expresiones que hacen que la desesperanza, la resignación y los duelos sean más llevaderos.
Biabu Chupea: un grito en el silencio, la película documental de Priscila Padilla, es un gran ejemplo de ese poder místico que trae el canto y la música en nuestra cultura. Priscila se adentra en lo más íntimo de la comunidad Embera-Chamí que reside hoy mayoritariamente sobre el Río San Juan y en los municipios de Pueblo Rico y Mistrató, departamento de Risaralda, con el objetivo de que las mujeres por primera vez hablen, cuenten al país y al mundo esa tragedia silenciosa que viven, según ellas, desde la llegada de los africanos a territorio aborigen: la ablación genital femenina.
Entre cantos, las mujeres embera poco a poco descubren su cuerpo; se atreven a mirarse sin temor, sin pudor, y se preguntan qué les ha sucedido. “Es pecado”, “me asustaría mucho de ver mi cuerpo desnudo”, dicen en ese enfrentamiento a sí mismas y a más de cuatro siglos de tradición. Todas han sido “curadas” después de nacer; a todas se les ha retirado parte de su cuerpo por una tradición que hoy desde el cristal de la modernidad se percibe como una barbaridad, y que tanto ha luchado en sus campañas sensibilizadoras el movimiento por la reivindicación femenina, para que a través de ellas se logre la preservación de la vida, la salud y la dignificación de cada una de esas mujeres, como es el caso de Luz y Claudia en el film de Priscila. Lo que los tabúes no han permitido nombrar, lo ha hecho la música a través del colectivo y así la posibilidad de cuestionar y alcanzar respuestas a interrogantes tan difíciles desde las barreras culturales.
Hoy esa interacción de algunas mujeres emberas con esa gran puerta al conocimiento que les ha abierto la globalización a través del internet, las ha motivado a tomar algunas decisiones sobre sus propios cuerpos a pesar de la gran fuerza patriarcal que aún existe y restringe sus libertades individuales. Priscila en su documental nos muestra como la música de las mujeres embera pudo contar ese grito sostenido en el silencio de tantos años. La censura no es capaz de sostener por mucho tiempo la fuerza reveladora de la música.
De este modo, Latinoamérica seguirá vistiéndose de música para nombrarse y para reivindicar esos grandes silencios que siguen haciendo tanto eco en los confines de esta inmensa geografía. "La vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio" le dijo Friedrich Nietzsche a su amigo el compositor romántico Peter Gast. Creo que eso tampoco tiene discusión y ojalá la música nos siga escribiendo y exaltando desde estas diferencias que hacen de Colombia un espacio maravilloso para vivir.
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