Horacio Quiroga y la desgracia
La Columna del Sábado
La mañana del 19 de febrero de 1937, después de
casi cinco meses en una cama del Hospital de Clínicas de Buenos Aires, Horacio
Silvestre Quiroga Forteza decidió beber un vaso de cianuro en complicidad con
su compañero de cuarto Vicente Batistessa, un paciente con múltiples
deformaciones a causa de una elefantiasis, el cual había sido trasladado allí por
petición del propio Horacio.
Lector apasionado de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant
y Rudyard Kipling, nunca imaginó que su propia vida pudiera estar signada por
ese espanto y fatalidad que los mencionados maestros de la literatura de terror
concibieron tan bien en sus cuentos. La vida de Horacio, un verdadero trasegar
de fracasos, pérdidas y desgracias, como si una maldición hubiera caído sobre
todo lo que lo rodeaba antes de acabar con él y seguir su curso
incluso después de su muerte, como lo es hoy la devastación lenta de su querida
selva de Misiones en la que vivió las más profundas experiencias humanas, y
donde pudo descubrirse a sí mismo a medida que iba conociendo esa cultura autóctona
tan distante y desconocida de la importada de Europa que reinaba en Buenos
Aires y Montevideo.
“La soledad ha hecho su obra
y
dirige la mano que bebe cianuro”
Emir Rodríguez Monegal
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| Horacio Quiroga en 1897, antes de su primer viaje a París |
Su hora había llegado; el diagnóstico, un
avanzado cáncer de próstata. A esta altura de la vida, ya no estaba dispuesto a
soportar más dolor, porque como le
confesó en varias cartas a su amigo Martínez Estrada, estaba “harto de leer, y con el horizonte muy
nublado”1 y convencido de que “la esperanza del vivir para un joven árbol es de idéntica esencia a su
espera del morir cuando ya dio sus frutos”2. No le temía a la
muerte: la veía ahora con claridad como un “descanso sin pesadillas”2.
Falleció tras varios minutos de agonía, entre dolores que tal vez para entonces
fueron más llevaderos que toda la
desgracia ya vivida. Tenía cincuenta y ocho años de edad y cargaba toda una
cadena de tragedias que no terminarían con esa muerte voluntaria.
Horacio Quiroga nació en Salto, Uruguay, un 31
de diciembre de 1878. Con tendencias a la esquizofrenia, huraño, hirsuto, hipersensible, tímido; con problemas de
tartamudez y con una barba endiablada de petit
árabe (como le dirían alguna vez en París) y que nunca más rasuraría tras el
regreso frustrado de una corta residencia en Francia. Sin embargo, una ternura rezagada
en los más profundo solo pudo mostrarse sin pudor en sus últimos años, sobre
todo a través de las cartas que enviaba a sus amigos para intentar llenar una soledad
interna que lo carcomía lentamente a la par que esa enfermedad en sus vías
urinarias. Para la época, su segunda esposa y sus hijos –a los que todavía no había
alcanzado la tragedia–, estaban distanciados por problemas de convivencia.
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| Horacio en sus años de madurez |
En su obra no siempre es fácil separar las
vivencias propias de la ficción de sus personajes duros y faltos de ternura o de
sus desenlaces fatales, porque quizás no exista un artista tan casado con la
desgracia como Horacio Quiroga. Todo comenzó cuando apenas tenía meses de nacido
en 1879. Su padre Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino en Salto, había ido
de cacería, y en brazos de su madre Pastora Forteza lo esperaban a la orilla
del río. Tras bajarse de la canoa presenciaron cómo se le disparó la escopeta y
le causó la muerte con un certero impacto en la cabeza. Años después, su madre contrae
nuevas nupcias con Ascencio Barcos, con quién Horacio tuvo una muy buena
relación. La fatalidad la pudo presenciar esta vez con más conciencia en 1896,
cuando Ascencio, tras sufrir una hemorragia cerebral que lo dejó paralítico y
afásico, pese a la dificultad manifiesta de su trastorno, pudo arrastrarse y
ubicar un rifle cercano al mentón y dispararse con el dedo del pie que podía
mover. Horacio llegó justo para presenciarlo; tenía diecisiete años.
Aún faltaba lo peor. Hasta el momento había sido un tercero en aquellos eventos desafortunados, pero en 1901, Federico Ferrando, amigo e integrante del Consistorio del Gay Saber (una agrupación de escritores que Horacio había creado a modo de clínica literaria en busca de nuevas formas de expresión del movimiento modernista), reta a un duelo a Germán Papini Zás, un periodista con quién había discutido. Por el conocimiento empírico que Horacio tenía sobre armas, Federico va a su casa para pedirle que revise su pistola de dos cañones y de paso le enseñe a usarla. En la revisión del arma, un disparo accidental impactó en el occipital de su amigo dándole muerte instantánea. Cuatro días estuvo preso, sin embargo, Horacio aunque demostró su inocencia, no volvería a ser el mismo.
Para 1915, ya internado en San Ignacio, en plena selva de la provincia de Misiones, Ana María Cires, su primera esposa, tras una fuerte pelea con él decide ingerir el líquido con el que revelaba las fotografías. Fallece tras una agonía de ocho días en la que incluso hubo tiempo para reconciliaciones. Una paradoja que a ningún escritor de terror se le podría haber ocurrido: una cuestión relacionada con la fotografía lo había llevado a descubrir la selva en aquel viaje junto a su amigo y escritor Leopoldo Lugones, y ahora la muerte de la madre de sus dos primeros hijos, también estaba relacionada con ese oficio que tampoco se salvó de su espectro siniestro. Después de pasar casi un año sin escribir, y varios sin evocar la pérdida de Ana María, cuentos como El desierto y La cámara oscura, o la novela Pasado amor, se untan sin duda de aquellos recuerdos tan amargos.
En 1917 publica Cuentos de amor de locura y de muerte, obra que lo llevaría a la fama, y que recibiría muy buenos conceptos de la crítica. Sin embargo, ese éxito literario se vería empañado por la muerte de fiebre tifoidea de sus hermanos Prudencio y Pastora. Toda escasa alegría siempre trajo una pena acompañada. Por eso su muerte aquella mañana de febrero debería ser el fin de esa cadena de desgracias. Sin embargo, tras su deceso en 1938 seguirían los suicidios Eglé, su hija mayor, meses después; de Darío, su hijo, en 1952; y de María Elena, su hija menor, en 1988. Ese fatídico año de 1938 terminaría con los suicidios de Leopoldo Lugones, tras beber cianuro con whisky; y el de la poeta Alfonsina Storni, uno de sus amores imposibles, tras lanzarse a las aguas del mar del Plata.
Aún faltaba lo peor. Hasta el momento había sido un tercero en aquellos eventos desafortunados, pero en 1901, Federico Ferrando, amigo e integrante del Consistorio del Gay Saber (una agrupación de escritores que Horacio había creado a modo de clínica literaria en busca de nuevas formas de expresión del movimiento modernista), reta a un duelo a Germán Papini Zás, un periodista con quién había discutido. Por el conocimiento empírico que Horacio tenía sobre armas, Federico va a su casa para pedirle que revise su pistola de dos cañones y de paso le enseñe a usarla. En la revisión del arma, un disparo accidental impactó en el occipital de su amigo dándole muerte instantánea. Cuatro días estuvo preso, sin embargo, Horacio aunque demostró su inocencia, no volvería a ser el mismo.
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| Horacio en su casa de San Ignacio en 1926 |
En 1917 publica Cuentos de amor de locura y de muerte, obra que lo llevaría a la fama, y que recibiría muy buenos conceptos de la crítica. Sin embargo, ese éxito literario se vería empañado por la muerte de fiebre tifoidea de sus hermanos Prudencio y Pastora. Toda escasa alegría siempre trajo una pena acompañada. Por eso su muerte aquella mañana de febrero debería ser el fin de esa cadena de desgracias. Sin embargo, tras su deceso en 1938 seguirían los suicidios Eglé, su hija mayor, meses después; de Darío, su hijo, en 1952; y de María Elena, su hija menor, en 1988. Ese fatídico año de 1938 terminaría con los suicidios de Leopoldo Lugones, tras beber cianuro con whisky; y el de la poeta Alfonsina Storni, uno de sus amores imposibles, tras lanzarse a las aguas del mar del Plata.
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| Horacio junto a su hija Eglé (izquierda) y su hijo Darío, en sus tiempos en la selva. Fuente: Infobae (2020) |
Horacio Quiroga, sin duda es uno de los cuentistas más importantes de la literatura rioplatense del siglo XX, a pesar de su poca difusión para la época y de críticos como el escritor español Guillermo de Torre, quien afirmó que “no tenía el menor escrúpulo de pureza verbal” o del propio Jorge Luis Borges que sentenció que sus cuentos y en general en su obra “hizo mal lo que Kipling ya había hecho bien”. A pesar de ello, a lo largo de su vida fue puliendo sus imágenes y poniendo más en práctica su propio Decálogo para el perfecto cuentista, sobre todo en lo referente a la sugerencia en lugar de lo explícito en las escenas dramáticas, el control del impulso emotivo al escribir y la consolidación de la objetividad de sus imágenes narrativas. Horacio Quiroga, maestro del oficio de escribir cuentos cortos, una verdadera historia de amor locura y muerte.
1. Carta a Martínez Estrada, 12 de septiembre de 1936.
2. Carta a Martínez Estrada, 29 de abril de 1936.








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