Del fútbol a la geografía
La Columna del Sábado
Al fútbol le debo gran parte de mi pasión por la
geografía y la historia. Ese deporte en el que once contra once luchan por más
de noventa minutos por el dominio de un balón, terminó por consolidar una
necesidad de conocimiento que surgió del constante repaso de un mapamundi que
mi padre me regaló a los siete años. Era en pasta dura y la portada exhibía el
mapa físico de América y en letras enormes se leía “Millenium Atlas”. Tan solo un año antes había aprendido a leer, por
lo que todo libro que me regalaban se convertía –junto a mis juguetes–, en un
pequeño tesoro.
Ese libro de páginas suaves de propalcote que
tanto disfrutaba leer, palpar y hasta adentrarme en su olor, coincidió con la
Copa Mundial de la FIFA Corea del Sur y Japón 2002, más conocida como el
Mundial de Corea. Pero, ¿qué relación puede tener un mundial de fútbol con la
geografía, asignatura del colegio que quizás muchos no recuerden con agrado? Para
mí, el fútbol fue un acercamiento abstracto a la geografía, y esta a su vez a
la historia, porque es ella quién explica sus formas, sus variaciones en el
tiempo. Sin historia no es posible entender, por ejemplo, las fronteras trazadas
casi con regla de Argelia o de los estados de Australia; sin fútbol, no hubiera
sido posible para mí acercarme desde la distancia a muchos países desconocidos,
a la multiplicidad étnica, cultural y religiosa de los otros seres humanos que
habitan también este planeta, y que por méritos deportivos tienen la
oportunidad de jugar y mostrarse al mundo a través de once jugadores en un
terreno de juego.
La euforia del gol, las patadas o la tensión del
tiempo extra, se diluyen con el pitazo final del árbitro, porque lo que
realmente trasciende –aunque tal vez Eduardo Galeano no esté muy de acuerdo– es
lo que viene después: la resaca del penalti fallado, el gol que se ahogó en el
travesaño, el análisis de la estrategia del entrenador, los errores tácticos,
lo que debía hacer y no hizo, lo que pudo ser y no fue. El recuerdo se queda y
es eterno, como la historia.
Esa mirada de los jugadores mientras cantan previo
al juego los himnos de sus patrias, que incluso pueden ser fallidas o solo
existir en el imaginario geográfico (Yemen, Somalia, Sudán del Sur, Siria,
Cataluña o Kosovo, por ejemplo), es un portal desconocido de historias humanas,
que a través del deporte se imponen a la desesperanza, porque el fútbol es por
defecto alegría, y desde esa base nos muestra al mundo sin oscuridad, sin
traumas de realidad.
Mentiría si digo que recuerdo el mundial de
Francia ‘98; solo recuerdo a Footix, un gallo vestido de azul con cresta roja, ícono
oficial del torneo. Tenía tres años y pregunté a mi mamá donde quedaba Francia.
Ella me respondió que eso estaba muy lejos, que le preguntara a papá. Él me
dijo: “el problema es que tocaría
atravesar el Atlántico y en la moto no podemos ir”. Seguido me mostró en un
mapa donde quedaba Francia y ese inmenso mar que tocaría sortear para llegar a
París, “la capital, donde está la Torre
Eiffel”.
Mentiría también si les digo que recuerdo el gol
de Iván Ramiro Córdoba con el que la selección Colombia ganó la Copa América
2001, realizada aquí en nuestro país en medio de un panorama político y social
insostenible, que inclusive puso en riesgo la realización del certamen. Tan
solo recuerdo la publicidad de cerveza Águila, la radio hablando de tomas
guerrilleras, de paramilitares y del presidente Andrés Pastrana en los Diálogos de Pazen EL Caguán.
El primer recuerdo real del Mundial fue el de
Corea 2002. Por sus horarios atípicos mi mamá lo utilizó para levantarme
temprano. “Empezó el partido, está
jugando Corea con Alemania”, seguro dijo mi mamá un 25 de junio cerca de
las 6:45 a.m. Y de un brinco me levantaba, me bañaba y me sentaba a esperar el
desayuno mientras veía el partido. No entendía casi nada, solo esperaba
alcanzar a ver un gol antes de marcharme al colegio. Mientras tanto mi cabeza
divagaba entre el ir y venir del balón de un pie a otro, y sin más surgieron
otras preguntas como, ¿dónde queda Corea? ¿Por qué del Sur? ¿Será que hay otra
del Norte o del Oriente?
Luego las fui respondiendo en la biblioteca del
colegio, pues nunca me conformé con lo que me decían los profesores de Sociales
(asignatura que ahora integra Geografía e Historia). En Ocaña, mi ciudad, el
acceso a internet era muy limitado y fue solo a partir del 2005 que comenzó a
ser más asequible para la gente común. Así que pedía los libros prestados o le
sacaba fotocopia a las secciones de interés, porque quería saber dónde quedaban
y cómo habían nacido esos países exóticos que veía jugar al fútbol y que se
volvieron un tema personal de investigación.
De esas lecturas reiteradas surgieron otros
temas mucho más interesantes, que enlazándose me ayudaron a entender mejor el contexto
sociopolítico de mi país y del mundo. La segunda mitad del siglo XX fue mi gran
obsesión: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el Telón de Acero y el
nuevo orden mundial, motor de las actuales guerras regionales a lo largo del
mundo, y que en el fútbol se han reflejado con el cambio de nombre o de colores
de las selecciones que juegan los Mundiales.


Y así, de la pasión del gol, a la realidad
histórica de nuestra compleja geografía humana. Hamburgo, 1974: las “dos Alemanias” divididas por muros ideológicos
se juntan por única vez para jugar al balón. Taif, 1985: Iraq, devastado por la guerra contra Irán, clasifica a
su primer Mundial y sus jugadores se salvan de ir a prisión. Ciudad de México, 1986: los goles de
Maradona a Inglaterra son para los argentinos una revancha simbólica tras la
Guerra de las Malvinas. Ramat Gan, 1989: Colombia después de
veintiocho años, regresa al Mundial mientras en sus capitales el narcotráfico
explota carros bomba y asesina a sus candidatos presidenciales. Alexis García dice
que los jugadores fueron “un paliativo
para la sociedad”, porque la pasión por la selección tricolor es uno de los
pocos acontecimientos que logra unirnos como nación. Lyon,
1998: los estadounidenses se dan la mano y reciben flores de los iraníes
previo al inicio del partido. Omdurmán,
2005: tras clasificar por primera vez al Mundial, la selección de Costa de
Marfil en cabeza de Didier Drogba, hace un llamado público para que los rebeldes
golpistas y el Gobierno oficial se sienten a dialogar y den fin a la guerra
civil. Sídney, 2017: los sirios exiliados
se juntan en una sola bandera para apoyar a su selección que estuvo tan cerca
de ir a su primer Mundial, mientras los bombardeos siguen destruyendo sus
ciudades.
No obstante, a pesar de todo lo dicho, el fútbol
no es perfecto, ni es la panacea a los problemas del mundo. Es reprochable el
fanatismo, la violencia de las barras bravas, las apuestas ilegales, la
desproporción económica de sus mercados y su manipulación para servir de propaganda
política o de tela de humo para ocultar la violación a los derechos humanos de regímenes
autoritarios como en la Alemania nazi de Hitler, la Italia fascista de Mussolini,
el Zaire de Mobutu, la Argentina de la junta militar o la Arabia Saudita del
Rey Fahd.
Por lo tanto, mi concepción del fútbol es mucho
más sana y pragmática. Pese a disfrutar de su pasión irracional, de celebrar
los goles y hasta entristecerme cuando pierden mis equipos, destaco de su
influencia la motivación que me imprimió para esta tarea autodidacta que hoy me
permite entender mejor la geografía y la historia que tanto me apasionan, y que
el colegio muchas veces concibe solo como un requisito para el título de
bachiller. Si algún día tengo la oportunidad de hacer una clase de geografía o de
historia, no dudaré en untarla de un poco de fútbol, porque este deporte de
masas, es también una oportunidad para celebrar, para repensar nuestra cultura y
para tolerarnos desde las diferencias en un juego de balón en donde no hay
fronteras que valgan.
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