Regreso al génesis

 La Columna del Sábado


A veces en literatura y en arte,

como en la vida, se avanza retrocediendo.

Luis Gruss



Con Anilipo Tierradentro recordaba hace días al son de un café, cómo en alguna ocasión nos propusimos escribir solo bajo el “influjo próvido” de las añoranzas. Para entonces no habíamos leído mucha poesía ni a los autores que más adelante mencionaré. Sin embargo la necesidad de contar todo aquello que estaba empozado en la memoria, nos había permitido coincidir en libros valiosos que tenían en común de dejar en el aire inquietudes e interrogantes muy afines a los nuestros.

Después de varios meses concluimos que la apuesta creativa trazada había sido un gran fracaso,  ya que ningún texto mereció ni siquiera la lectura de los amigos, primeros inquisidores de todo lo que escribimos. “Por eso es que la literatura local está como está: que costumbre fea esa de estar quejándonos siempre”, dijo Anilipo entre risas y recordé que ya el poeta Winston Morales lo había dicho a su manera en Escribir poesía en tiempos de Colombia.

En casi todos nuestros escritos pululaban quejas fatuas, lugares comunes y en general, la ausencia de imágenes poéticas. Pero tiempo después de superar a medias ese trago amargo de frustración, fuimos conscientes de que aquel ejercicio de escritura no había sido del todo un fracaso. Podíamos rescatar que por lo menos fue la chispa reveladora de un camino inexplorado por el que podíamos seguir cada uno –a su modo– en busca de la voz poética a la par que sacudíamos esas sensaciones primigenias que desde siempre han vagado por las cavernas de la mente sin hallar sosiego.

El gran poeta peruano Cesar Vallejo lo diría de esta manera:

“Yo amo a las plantas por la raíz y no por la flor”.

Lo más importante entonces fue haber dado el salto hacia atrás y volver sin “miedo del encuentro con el pasado” como diría un tango de Gardel, y estar allí en constante retorno, para ver aquello que no hemos visto la última vez: para que en cada viaje tengamos la oportunidad de atrapar ese colibrí esquivo del que se nutren las incertezas que envuelven todo aquello que queremos plasmar en la palabra escrita.

Por eso es que fue tan agradable leer juntos el ensayo Volver al origen del escritor argentino Luis Gruss, en el que plantea que la poética de Cesar Vallejo, Cesare Pavesse y Jorge Teillier están hermanadas por un rasgo común qué es el retorno al origen, a los primeros vestigios de memoria, a la infancia que es “el primer escalón del conocimiento”. Y destaco lo que podría ser la pregunta más difícil: “¿A qué orígenes habría que regresar?”

Interrogante similar nos quedó de aquel frustrado ejercicio de escritura, que si bien no dejó ningún texto digno de mostrar, si gestó una nueva inquietud de la que quizás se alimenten los próximos intentos, porque también reconocemos la necesidad de ese retorno, de que “el verdadero estupor esté hecho de memorias y no de novedad”, ya que esa base de recuerdos que cargamos como costales de anzuelos son los que se van revelando en el instante creativo. Escribir sobre el pasado es no superar del todo el asombro, es entrar en un espacio atemporal en el que estamos recorriendo a gatas los mismos pasillos como si nunca hubiéramos estado ahí. En palabras de Gruss, “lo que verdaderamente asombra no sería entonces lo novedoso sino la remoción de algo que permanecía adormecido en nosotros”.  ¿Qué es lo que está adormecido? ¿Despertará algún día? ¿Qué sucede entonces con las nuevas vivencias? ¿Se puede escribir sobre lo que todavía nos resta por vivir?

Mientras dábamos patadas de ahogado en ese ejercicio complejo de escribir sobre lo ya vivido, otras preguntas se imponían: ¿cómo definir qué es pasado y qué es presente?, ¿cuál es el criterio para establecer esa línea divisoria? Hoy podemos decir que en literatura las fronteras son inútiles, la temporalidad muchas veces irrelevante, y por tanto lo más cercano a un límite o no existe o está difuminado en incesante movimiento. “El pasado se nos quedó encallado en la infancia; todo lo que viene después es futuro”, dijo Anilipo y entonces vuelvo a preguntar: ¿Dónde queda el presente?

Más que las respuestas, son los interrogantes los que nos cimientan las grandes revelaciones. El ejercicio continuará; la palabra seguirá escribiéndose  para que cuando esté en su punto de “intensidad y altura”, se pueda bajar el fuego y sola transite por los inciertos caminos del papel, al que solo el lector –juez implacable– podrá dotar de eternidad.


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