El día que aprendía a...

 La Columna del Sábado


A Aura Eva, mi maestra





El día que aprendí a leer, el día que aprendí a escribir; un día sin tiempo ni distancia. Un día lleno de sol, de hojas secas en los pasillos, de cuadernos perfumados, lápices de colores, amigos y juegos. Un día de historias, sueños y ansias.

 Una emoción como el placer del árbol bajo la lluvia; desde lo más profundo, los seres que me habitan festejan la revelación del misterio oculto en los signos que  nacen del lápiz amarillo HB.

El día que aprendí a leer y a escribir mi maestra tomaba café. Revisaba que todos los cuadernos estuvieran completos en el armario. Ella nos enseñó el nombre, nos contó la historia de las letras que pareció ser tan corta como un año. Ahí, en el salón vacío, todavía me veo sentado con los brazos cruzados en el pupitre del centro. A la manera de Sherezada, mi maestra contó la historia dejando siempre la mejor parte para el día siguiente.

 Poco a poco todo el universo se transformó en lectura y sensaciones. Pronto comprendí por qué la i debe acompañar a la u en el viaje por ciertas palabras, para que la g –siempre rigurosa– les permita estar a su lado por la guerra o por la guía. La verdad es que a la g le fastidia la extrema delgadez de la e y la i; por ello no siempre las aceptará sin la compañía de la u.

 El día que aprendí a leer y a escribir encontré un juguete nuevo; uno en todas partes. En la calle no quería perder ninguna palabra, quería leerlo todo…

 Hoy, las palabras

me escriben, me leen:

intentan descifrar

    el enigma.


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