El sabor de la casa

 La Columna del Sábado




El arquitecto Benjamín Barney Caldas nos pregunta “¿a qué sabe su casa? ¿Es dulce, salada, ácida, amarga o sabrosa? ¿O no se ha dado cuenta?”. Aunque parezca descabellado y hasta un tanto ridículo preguntárnoslo, ¿alguna vez hemos podido gustar el sabor de ese recinto sagrado que nos acoge todos los días? Reconozco que no es fácil responder, pues para ello se requiere de una altísima sensibilidad –no precisamente de la lengua– para ir más allá de los objetos, de las paredes, de los seres que la habitan, e intentar reconocer esos sabores que la constituyen (así aún no nos hayamos dado cuenta).

Recuerdo a mi padre evocar un verso de Hipólito Rivera que dice “Llegué / y ya me ladra / un adiós”, cuando entraba a una casa en que la energía –si podemos denominarlo así– lo retenía en una densa espesura, en un sabor amargo desde la entrada, y ello no tenía mucho que ver con la estética o la manera de disponer las cosas y las formas arquitectónicas. Entonces, ¿con qué tenía que ver ese sabor?

El padre Jorge Julio Mejía cree que “no es la puerta de la entrada, las paredes, / los muebles, las alfombras. / No es la silla que hace falta, / la cortina que todavía no puede ser  / comprada, / no es la lámpara, el adorno. / Es una sonrisa recibiendo al que llega,  / es una mano extendiendo el mantel y / repartiendo el pan”. Quizás sea por lo anterior que la casa de los abuelos tras su partida no vuelve a ser la misma. Pese a que todo permanezca por largo tiempo en su lugar y a que todavía alguien pueda residir en ella, los sabores se van transformando, se tornan salados o ácidos hasta un día en el que no queda sabor. 

No son solo los abuelos –que por lo general son nuestras primeras pérdidas– sino todos los seres que habitan la casa por tanto tiempo que terminan convirtiéndose en parte de ella; después de su paso por la vida, las casas no vuelven a saber igual. Si intentara responder la pregunta que nos convoca en este espacio narrativo, diría que la casa del Abuelo Grande sabía a canela y a un toque de carne salada. Cuando murió el abuelo, la casa quedó untada de un empalagoso sabor a caña limonaria y con los meses se redujo al insípido sabor del agua natural. Los que quedaron se fueron marchitando como la huerta del cerro detrás del patio; del lugar y sus sabores hoy solo perdura el recuerdo. 

“Una casa es sencillamente sabrosa en la medida en que se pueda disfrutar con detenimiento y placer” concluye Barney Caldas, y aunque para él dependa en sí de los elementos materiales o de la manera en la que todo se organice, para mí, tal como lo dijo el padre Jorge Julio, son la presencia de los vivos los que comienzan a cocinar a fuego lento lo que luego es posible saborear. Podemos tener toda la casa en armonía según los postulados arquitectónicos o espirituales (Feng Shui, por ejemplo), pero sin la figura del abuelo, de la tía, de la madre, del padre, del hijo o incluso de la mascota o de los jardines, sería imposible definir a que nos pueden saber los sitios que frecuentamos. La casa entonces termina siendo un simple medio, porque no sabe a nada de no ser por la presencia de los vivos. Definir si es “dulce, salada, ácida, amarga o sabrosa” dependerá entonces de quiénes y cómo sea ese entorno de convivencia, porque en muchas casas los sabores se tornan un tanto ácidos o amargos a razón de que aún persisten diferencias, discordias e imposibilidades de diálogo. Por lo tanto, es preciso que nuestra casa cuando nos reciba tenga ese aroma de pan recién horneado, o en estos tiempos previos a la navidad, de buñuelos y conserva listos para los huéspedes, y que ojalá estos puedan percibirlo así.


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