Música y palabras
La Columna del Domingo
Papá siempre pensó que la poesía llevaba implícita la música; eso me dijo una tarde mientras caminábamos de regreso a Casa, donde siempre se escucha música de alguna manera. Esa confesión fue reveladora y desde ese día fuí consciente de que las canciones que escuchaba en la radio eran también poesía. Justo antes, oía las melodías casi ignorando lo que el canto quería decirnos; el ritmo por encima de todo como esos grandes dibujos que me narraban las historias en los primeros libros de infancia, a pesar de aún no saber leer los cortos textos que la acompañaban.
Desde
entonces todo me lleva al mismo vuelo: la altura de la palabra poética hecha
música. Válido o no, varios artistas se atrevieron a una compleja tarea:
musicalizar la palabra de los poetas. Por ejemplo, Joan Manual Serrat con los
versos de Antonio Manchado (1969) y Miguel Hernández (1972); Pablo Milanés con
los de Nicolás Guillén (1973) y José Martí (1975); Noel Nicola con los de Cesar
Vallejo (1986), y un grupo heterogéneo de artistas hispanoamericanos* con los
de Pablo Neruda (1999).
Pero si la poesía ya tiene implícita la música, ¿para qué musicalizarla? ¿No es de cierto modo un atropello contra su esencia natural? Sea como sea, válido o no, bienvenida esa otra forma; ese otro acercamiento que resalta la melodía dentro de los límites imprecisos de la palabra escrita, porque sigo pensando que el oído siempre está primero, que la revelación de la palabra es el eco de un rumor que en armonía ya conquistó esas futuras imágenes que se van construyendo… y que hacen de la poesía y la música de las expresiones artísiticas más sublimes.


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