Escribir cartas
La Columna del Domingo
Escribe cartas el que no desea envenenarse consigo mismo.
Fredy Yezzed
De Camilo José aprendí el valor del noble oficio de escribir cartas. Aunque sea un poco anacrónico, coincido con él en que esta práctica sigue siendo la mejor forma de enfrentar la distancia, y ante sus vacíos, un recurso válido para decir lo que el lenguaje hablado a veces no alcanza.
Desde
esa primera carta dirigida a su madre en la que expresaba que no quería ir al
colegio porque “me dan miedo los rayos que caen. Mañana si voy”, inició
una tendencia que se acentuó mucho a partir de los días de encierro obligatorio
que nos impuso la
“Ese confinamiento se llevó muchas querencias… afectó bastante los muros de la Casa… pero las cartas volvieron a ser el puente”, me dijo la última vez que nos vimos. Y no podría estar más de acuerdo con él; por eso he vuelto a escribir cartas. Les confieso que una de las razones por las que no lo había vuelto a hacer era por la dificultad de sortear la lejanía del destinatario, pues ante la palabra hablada la conexión se complementa con la mirada y la sensación de presencia de quién está al frente nuestro escuchándonos. Ahora que vuelvo a intentarlo, puedo dar fe del regreso a esas evocaciones que mantienen vivo el vínculo sentimental con los seres que nos habitan siempre.
Escribir cartas otra vez, como lo hicieron tantos, incluso sin saber que tendrían un valor literario posterior como fue el caso de Fernando Pessoa o Andrés Caicedo, a los que poco les importó que en esas líneas se abrieran a su carácter más humano. Pero, entonces:
¿A
quién escribir cartas?
¿Tiene
sentido hoy qué es más práctico un mensaje de texto a tráves de un teléfono
móvil?
¿Otra vez la nostalgia rancia del papel y la mano que escribe?
Sí,
otra vez. Mediante estas columnas –que sin querer se han convertido en una forma
de epistolario con ustedes, queridos lectores–, he insistido en la fuerza mística
de la palabra escrita a mano, por lo que la cuestión de las cartas tendrá más
intensidad sí es de esa manera. Ese contacto piel-papel es el que nos acerca más
a esa otra mano distante que tocará el mismo papel para leerlo, para receptar
ese mensaje que será capaz de vencer el tiempo y la distancia.
La
primera carta que escribiré sin duda será para mi madre, que es y será
el ser más importante y el que más amo. La segunda sería para mi
padre, pero ya no me acompaña… por lo que serán suficientes las cartas que ya
le escribí en vida.
La
tercera, la cuarta, la quinta y las siguientes cartas serán para los que considero
hacen parte de mis más sinceros afectos, ya sin orden de importancia. Lo esencial será que lleguen, que no se pierdan en el
camino… que sea posible culminar esa cadena espiritual de comunicación no
verbal.
¿Habrán
llegado a sus destinatarios esas cartas que nunca fueron respondidas? ¿Cómo
interpretar el silencio tras su entrega? ¿Se habrán extraviado?
Difícil saberlo… ahí si que el correo electrónico y la las redes sociales son más efectivas. Allí no se puede fallar: el mensaje llega porque llega y hasta es posible saber cuando la persona receptora lo ha leído (o ignorado).
Lorena Mazaré, otra apasionada por la epístola me dijo alguna vez que “lo más serio de las cartas es atreverse a firmarlas con nuestro nombre”. Ella por lo general no las firma por que le da un poco de vergüenza “abrir el corazón con los ojos cerrados”. Aunque no comparto tal excusa, respeto su posición y valoro su compromiso y rigor con todo lo que escribe. Sin embargo, en asunto de cartas sí considero que su valor residirá en la certeza del remitente para asumir cada una de sus palabras: en la firmeza para vencer una vez más el abismo del balcón antes del vuelo… no es un secreto que en todo ejercicio de escritura, parafraseando al poeta Fredy Yezzed, es uno contra sí mismo… y quizás por eso seguimos teniendo fe en las palabras.
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