La caída de la ermita de Santiago
La Columna del Sábado
De camino a la montaña en la que se erigió la ermita de Santiago del Bux, solo se veían grandes rocas y mucho barro. Las rocas en su mayoría estaban enteras, pero algunas partidas en pedazos asimétricos. El vehículo en que viajábamos se bamboleaba en la angustia de un camino que quizás hacía mucho tiempo no se recorría, pero aún quedaban marcas de ese día en que todos del mismo modo fuimos a ver las ruinas tras los temblores de octubre y mayo, que hicieron de la majestuosa ermita una puñado de escombros y polvo.
Desde entonces habían comenzado las obras de
reconstrucción; el dintel y la puerta de mármol en medio de dos pilares de concreto y piedra, siempre habían quedado en
pie tras las sacudidas de Dios. Aquellas veces, Leão fue siempre el encargado
del reconocimiento y de la compleja labor de hacer de los escombros una nueva construcción
fuerte y poderosa, y que a su vez fuera tan alta para ser vista desde la
carretera que viene del valle del Lipid. Pero un nuevo temblor sacudió con más
furia la tierra y todo se derrumbó, excepto la puerta.
Era entonces momento de regresar otra vez. En
todo el camino un silencio sepulcral acompañó el estruendo de las guacharacas
que de árbol en árbol se paseaban con sus cantos de mal agüero, como queriendo
adelantarse a los designios ya escritos en el papiro sagrado. La última vez,
desde la loma más allá del puente, se podía observar la cúpula, así fuera a
medio caer, pero se observaba.
En esta ocasión, no se venía nada; detrás solo
estaban tres montañas como abrazándose y encima una luna trasnochada y
desteñida que no teme al sol. Después de algunos minutos más de viaje, se
descubre la otra loma donde fueron llevadas al principios de los tiempos las
grandes rocas que servirían de cimientos a la ermita, que con el paso de los
años fue creciendo y fortaleciéndose en su intento de alcanzar la gloria, de
tocar más que las nubes. Sin embargo, con furia similar a la que cayó sobre la
Torre de Babel, fuertes temblores ya desconocidos sacudieron toda la tierra de
nuevo con el firme propósito de llevarse consigo esa puerta de mármol.
Desde la ventana del vehículo se podía observar
una lluvia tenue y constante bañar toda la montaña, y al costado derecho de la
ermita sombras y más sombras acompañaban la soledad del ciprés. Ya no se
escuchaban las guacharacas, pero se intuía el crujido sordo de la mampostería
que quedaba aún en pie y hasta el vaivén de los aceros expuestos a una brisa
que se había tornado agreste.
“No hay nada que hacer” dijo José de Marmío a Leão, que esta vez quiso venir acompañado. “Así estaba escrito y por eso ha sucedido”, agregó y en seguida contó a todos lo que había leído en un cuento de Borges sobre Judas: “el apóstol ha venido a cumplir otros designios, un destino divino quizás… es decir, no fue Dios que vino a la tierra en forma de Jesús para borrar el pecado original con su sacrificio, sino en forma de Judas para traicionar y cumplir así lo escrito”. Todos quedamos desconcertados, pero de cierto modo tranquilos.
“No hay nada que hacer”, repitió y ni siquiera fue preciso bajarnos del vehículo; los ruidos
ya se habían intuido bastante. El camino estaba aún más embarrado y el viento
ya bien podría tumbarnos de lado. Anilipo Tierradentro en el sillón del fondo
preguntó otra vez por la puerta de mármol; no podía concebir como a pesar de tener
el mismo acero de refuerzo que la cúpula, hubiera resistido a todos los
temblores sin venirse al piso. “La puerta
debe ser el corazón de la ermita”, dijo Leão y sin más palabras comenzó el
regreso a casa. Las guacharacas habían desaparecido y los árboles ahora se
sacudían con violencia por el viento de una lluvia que ya era una verdadera tormenta.
Nadie fue capaz de mirar para atrás; tal vez recordaban lo que le pasó a la
mujer de Lot y como la palabra de Dios fue implacable y contundente una vez más




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