Memorial de los juguetes
La Columna del Sábado
Volver a ellos con la misma emoción; palparlos, pasear con la mirada sus detalles. Intentar revivir las imágenes que habitan los recuerdos que componen la infancia. El silbato más allá del enigma de la curva, anuncia la llegada del tren que más que vagones con historias de otro tiempo, nos trae el indicio de un niño que jugó mientras el mundo y sus problemas apenas eran un susurro.
El día que supo que esa mancha celeste arriba de su
cabeza era eso que llaman cielo, un brillo desconocido se mostró en sus ojos al descubrir que las nubes se movían lentas
formando a su paso contornos dispersos que podía reconocer y llamar por su
nombre. Recuerda los barcos surcándolas en busca de pasajeros nacidos de cada parpadeo: una mujer con
sombrero, niños con botas, una abuela con falda larga y hasta un perro corriendo junto a su amo para no perder el último lugar en ese viaje sin retorno.
Los años pasan y parece que una parte de nosotros se va
con ellos. Las baldosas manchadas del piso de la sala reconocen todavía a esos
pequeños residentes que escribieron la historia del juego, habitándola hasta
ese día en que todo terminó y comenzaron a reposar en una caja, en un olvido. Sin embargo, no es fácil definir
ese espacio en el que convivieron juguetes y fantasía. La familia, el amor, la
traición; la guerra, el dolor y la esperanza, temas presentes en esos
imaginarios personificados en cada juguete, y que se repetían en cada ocasión
pese a la angustia del crecer, de la imposición de nuevas prioridades que
dejaban en cada viaje la nostalgia de ser el último. En épocas de navidad ese
final ineluctable se hacía más evidente. Pero aún quedaba la
emoción de abrir los regalos y encontrar más habitantes del espacio fantástico
en el que transcurrían todos los actos, todas las voces, en un verdadero
paréntesis prologado de la realidad exterior. Las preguntas por lo tanto no se hacían esperar:
¿Será esta la última juntos?
¿Nos regalarás?
¿Qué va a ser de nosotros?
Cada vez fue más
difícil escuchar las voces, armar los escenarios y dar rienda suelta a la
imaginación. La estación vio llegar por última vez al tren del circo y a todos
los héroes y villanos que tras el fin de la jornada se juntaron en la misma
caja, olvidando los odios o disfrutando sin remordimientos la eterna impunidad
de sus actos. De ese modo, la vida
comenzó a complicarse cuando se nos agotaron los juegos. El azar del tiempo, el
asedio de los números, las noches insomnes, el
presente… los años vividos quedaron tatuados en los rostros de los hombrecillos de pasta
que montaban la retroexcavadora, en el pelotón de soldados, en los reparadores
de neumáticos, en los ídolos del balón, en los ninjas –que prefirieron aprender a conducir trenes en vez de
asaltarlos–, en los demonios
prehistóricos que rugieron su pasado en extinción; en las marcas de la pared y en todos esos caminos invisibles que trazaron los espacios de la infancia.
La casa entonces se
quedó pequeña para habitar su mundo. A los soldaditos, a los héroes de la
justicia o a los carritos de carreras, no les importaba que el silbato del tren
ya no se escuchara: el juego debía
continuar. Pero el día había llegado sin darnos cuenta. Aquel microcosmos de
monólogos y de juguetes regados por el suelo se había transformado en largas jornadas
de estudio, en lecturas académicas, en proyectos y dibujos en el computador, por lo que el territorio comenzó a ser ahora el escritorio y la silla. El suelo pasó al olvido.
Después de tantos años, abrir hoy de nuevo las cajas a donde fueron a parar todos esos personajes de los cuentos de infancia, es un adentrase en el recuerdo vivo de una época en que la única preocupación aparente era que el día no fuera suficiente para terminar de jugar. Abrir las cajas y tirarse al suelo otra vez; hablar en voz alta, volver a montar los muñequitos de plástico en la retroexcavadora, ver llegar otra vez al capitán Fox con sus furgones del circo o a pedir diez minutos más antes de acostarnos. Hacer una nueva pausa a la realidad… como en los viejos tiempos.
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