Bastan dos o tres palabras


Para llegar a su residencia se debe tomar la ruta Llano-Buenos Aires del servicio urbano de bus. Pero por el afán de no llegar tarde, tomar la ruta Llano-Buenos Aires-Aguas Claras. Si bien el bus de igual manera me llevará a su casa en la calle 10 con 35 de Buenos Aires, estoy sentado en el último asiento, y tras la llegada a la Calle del Comercio y el cruce por el mercado público, el bus se ha llenado a más de su capacidad –como es típico en esta ruta– con todos los pasajeros y sus grandes cajas de víveres, bultos de grano y hasta gallinas que van para el corregimiento de Aguas Claras. Sólo hasta ahora caigo en cuenta de la dificultad de caminar hasta la puerta de salida cuando pida la parada. Es una labor acrobática en un espacio tan estrecho y con la mirada penetrante del conductor desde el retrovisor diciéndome «¡apúrese carajo que voy sobre el tiempo!».

Son las diez de la mañana. Pido la parada en la esquina de la calle 11 con 35. Bajo por la carrera 35 y cruzo a mano derecha por la calle 10. En pocos minutos estoy en la puerta de su casa. Toco dos veces. De la terraza se asoma una figura conocida de cabello corto, lacio y gris. En su rosto cansado se puede presentir una gran sonrisa tras el tapabocas que oculta el rictus con el que me recibe. Sus ojos brillan y sonríen mucho más.

         Me recibe en el garaje de la casa, en «su oficina». Los médicos le han ordenado estrictas medidas de higiene, por lo que desde su regreso a casa las visitas de cierto modo están restringidas. Sin embargo, me recibe, me ofrece un asiento; él lo hace en una mecedora de madera que se ve mucho más cómoda que todas las sillas que rodean su pequeña oficina en el garaje. Viste zapatos tenis, sudadera azul muy ligera, camisa a rayas grises, gafas negras, y el ya mencionado tapabocas que distorsiona un poco su voz sin ser impedimento para que la conversación pueda fluir: es un hábil conversador, un hábil de la palabra.
        
En la primera media hora conversamos de todo un poco: de la familia, de mis estudios de la universidad, del clima, pero de lo que más hablamos fue de la hazaña de su regreso a casa. José me cuenta con grandes detalles –y hasta con disparatadas hipérboles– lo que ha sido parte de su travesía en su último viaje en avión, que significó el preludio de su retorno a Ocaña: «hacía muchos años que no volvía a sentir las nubes tan cerca», dice y una sonrisa se percibe a través de sus ojos que se iluminan de nuevo. En los años de su juventud, en más de una ocasión visitó la capital por dos o tres días, pero para entonces las condiciones eran diferentes. «En el '79 viajé para conocer un escritor ocañero que para entonces era el más sonado. Lo admiraba mucho; yo apenas comenzaba con la escritura, y deseaba conversar con él. Cuando llegué a Bogotá lo contacté. Me invitó a almorzar. Lo conocí. Conversamos»

En medio de la emoción que le genera evocar aquel recuerdo, se levanta de la mecedora y busca un libro en la biblioteca que se encuentra a su derecha. La biblioteca es la fusión de dos estantes que albergan una cerca de 600 libros en desorden, que muestran mejor que nadie la ausencia que tras su partida ha residido desde entonces en este lugar que a esta hora de la mañana nos convoca. «Aquí está –y me muestra un libro pequeño que tiene en la portada el mapa de Norte de Santander–. Es el primer libro que tuve de él. Lo leí de un tirón. Trata sobre un estudio de la historia regional de Ocaña».
        
A las once menos cuarto, Gladys, su señora esposa, nos trae una onces. Una porción de torta bizcochuelo para mí; para él una ensalada de frutas. Aún de pie, bocado tras bocado el plato queda vacío. Mira a la calle que se deja observar por la puerta que ha estado abierta desde mi llegada. Una corriente de aire entra y refresca un poco la oleada de calor que por estos días –y a esta hora– abrasa a la ciudad. Termina el último bocado, se sienta de nuevo en la mecedora. Parece que olvidó agregar algún detalle: «fue el 1º de abril. Tengo tan solo una semana de haber regresado. La casa, el barrio y varios amigos me han recibido en el calor de la gratitud». Aunque sus palabras no lo digan del todo, el poeta se siente muy agradecido por el cariño brindado desde la distancia por familiares, amigos y conocidos que han hecho que su «exilio» en Floridablanca no sea tan insoportable. Esas personas han sido esa resistencia que permitió que los días fueran más llevaderos tanto para él como para su esposa tras la recaída en su enfermedad.



En su rostro puedo notar que esas palabras aún duelen. Su voz parece caer. Es como si el recuerdo reviviera los hechos con más sensaciones que imágenes: «no es fácil saber que vas a volver a vivir eso que ya viviste, eso tan terrible, esa pesadilla que parecía un vago recuerdo lejano». Pero de pronto su rostro se ilumina de nuevo, regresa a la realidad: «me parece mentira que esté aquí, que todo haya terminado ya». Se levanta otra vez y toma otro libro de la biblioteca. Recita un texto corto del libro que hace pocos días comenzó a leer: París es una fiesta de Ernest Hemingway. Tarda unos tres minutos en leerlo, despacio, tan despacio como si estuviera solo y hablara para sí mismo:

«Me enseñó los muchos tomos que tenía manuscritos y que su compañera iba pasando a máquina. Dedicar cada día cierto tiempo a escribir la hacía feliz, pero a medida que la fui conociendo mejor me di cuenta de que para sostener su felicidad hacía falta que aquella producción diaria, incesante pero variable según su energía, se publicara y tuviera éxito.»

         Mi reloj marca las once y cuarto. La conversación termina del mismo modo como empezó: por la familia. Me expresa su agradecimiento por la oportunidad de conversar, por compartir estas palabras. Envía saludos a mis padres. Noto que siente la molestia por no poder abrazarme en la despedida como quisiera. Salgo del garaje. Observa como me alejo desde la puerta que se cierra un minuto después. Cuando estoy montado en el bus y llevo casi diez minutos de recorrido, pienso que aquel encuentro, aquellas palabras, las habíamos estado necesitando ambos después de tanto tiempo de no vernos.

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