Poema para el capitán y una reina

Quizás sea la distancia y el tiempo los peores enemigos de los mortales que se atreven a soñar. Albert Einstein generó una revolución científica con el planteamiento de la «relatividad del tiempo y la distancia», después que Newton nos había ensañado lo «absoluto» de estos conceptos. La física cuántica de cierta manera metió en problemas a una ciencia que hasta entonces parecía tener casi todo resuelto, casi todos sus conceptos claros y definidos. La «paradoja de los gemelos», el «gato de Schrödinger» o la dualidad onda-partícula de la luz, complicaron aún más la explicación del gran enigma del cosmos. Einstein dijo que «Dios no juega a los dados» y descartó –como todo científico–, la creencia oriental en el maktub que tanto creyó el capitán Fox Ceferino. Aunque Einstein optó por el regimiento matemático de toda la existencia, sus colegas contemporáneos tampoco han logrado plantear esa «Gran Teoría» que explique todo el universo mecánico.

Aunque todas estas complejidades científicas no importaban mucho al capitán y a la reina que es a quién queremos exaltar–, si les llamaba mucho la atención como Dios ha custodiado por tanto tiempo el gran secreto del universo. Me atrevo a creer que el día que el hombre logre revelarlo a toda la humanidad (bueno, la parte de ella que sea capaz de comprenderlo), Dios mismo se encargará de buscar la forma de castigarnos, sin molestarse en buscar otro Noé que salve nuestra especie de la inminente extinción. Tal vez comenzará todo de nuevo. Creará nuevos seres para habitar la tierra y se divertiría observándolos por siglos en su búsqueda incansable por descifrar el mismo secreto, que en un pasado lejano otros ya descubrieron.


«Ellos no eran personas serias», como dijo El Principito. Ellos no se parecían ni al rey que buscaba súbditos, ni al vanidoso que exigía contemplación o al calculista de estrellas; no parecían ser personas adultas. Ni siquiera por los oficios burgueses en los que tuvieron que refugiarse de mala gana para sobrevivir. 

El capitán, como hombre mal jubilado de las fuerzas armadas se refugió en su verdadero ser y aceptó su destino. Regresó a casa en las faldas de las montañas de Luján, sacó su taburete y se sentó junto al jardín a contar historias a quién gustara escucharlas, a escribir en silencio, a hacerle compañía a la soledad. Quiso interpretarla, descubrirla como si fuera un mapa en lengua extraña, como un enigma más de su existencia. De esa forma, esperó tranquilo a la muerte, que un día llegó y se lo llevó sin mucha resistencia.

La reina por su lado, era la cabeza de una monarquía ficticia que la hacía «ver bastante ridícula ahí sentada sin hacer nada: solo ordenar, ejecutar y ya». El Ballenbrujo soñado por los Dioses, ese lugar quimérico donde el hombre solo llega tras sentirse plenamente realizado, pareció existir en los tiempos en los que la reina Isabel gobernó: era lo más parecido al paraíso que la literatura evoca todavía con nostalgia. Ella era la parte poética de una tierra que pareció vivir una niñez eterna, una inocencia, un sueño sin límites, un rostro de ángel reflejo de ella misma. Luego, el tiempo con sus vientos de guerra impuso la oscuridad. La hirieron de muerte y la marcaron para siempre.

Este poema es entonces, un homenaje póstumo a estos dos seres de otro mundo, a estos dos seres «que quizás la historia no deje inmortales».



QUE MÁS NOS QUEDA

sino el deseo de volar.
Romper el vacío que nos ata
no es suficiente para el árbol.

El verde se hace denso en el vuelo
y abajo la raíz dignifica
el abrazo del agua.

Vamos que la palabra
alcanza todavía.

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