El lápiz y la hoja en blanco
Me es muy
difícil saber con exactitud cuándo lo conocí; y más aún, cuándo me di cuenta
que poseía una cualidad que lo hacía diferente de los demás seres que conocía.
Tal vez fue aquel día, cuando caminábamos juntos por la calle 10 del barrio
Buenos Aires. Caminábamos despacio, sin ninguna prisa. Cuando casi llegábamos a
la transversal 30 y nuestra conversación marchaba en los divertido que
funcionaban los discos LP y la manera casi mágica como su movimiento circular
despedía melodías, le pregunté muy sorprendido: ¿las canciones nos cuentan una
historia? ¿Son eso que llamas poesía?
Tenía cinco
años cuando hice aquellas preguntas. Pero no era la primera vez que aquella
palabra retumbaba en mi mente. Parecía que ya la había escuchado antes, que ya
hacía parte de mí. Y era cierto. Desde el momento en que me encontraba en el
vientre de mi madre, las palabras y los versos ya acechaban mí ser en
formación. A medida que crecí, comencé a conocer más sobre la poesía y su estrecha relación con él. Todas
las mañanas después del desayuno, se dirige al garaje –a su «oficina»–, y comienza
a adentrarse en ese mar de libros que reposan en su biblioteca casi atiborrada.
El garaje no es un lugar estéticamente agradable, pero mantiene una atmósfera
que hace inevitable repasar con la mirada su alrededor: un libro con la portada
doblada, hojas con escritos recientes, un arrume de revistas, un lápiz, un
resaltador, un vaso de agua, la esencia de un escritor, de un hombre sensible
del instante.
Varias
veces lo sorprendí en voz alta recitando palabras que quedaban grabadas al
ritmo de las teclas de su vieja máquina de escribir. El crujido de la hoja
arrugada que se dirige a la sesta de basura o del borrador del lápiz eran
frecuentes en los momentos en que las ideas revolotean su mente. De pequeño me
sentía muy a gusto de estar a su lado. Sentía que sus ejercicios de lectura y
escritura llenaban una parte de mí que los juegos no lograban.
Cuando
aprendí a descifrar su caligrafía intrincada, comencé a comprenderlo mucho más.
La cuestión de la poesía había surgido tan espontánea en él como la primera
palabra de un bebé. El me lo había dicho en alguna ocasión con un poema de Juan
Manuel Roca: «Ella es bruja. Vuela en el
aire de la alcoba como si su capa barriera mi memoria (…) Vuela en círculos de
niebla sobre mi cabeza atribulada (…) Y cuando intento descifrar su silabario
se desvanece en el aire de la alcoba (…) Así, escurridiza y evasiva es la
palabra.»
Pese a que
muchos le llaman el profesor, no
posee ningún título que lo acredite; pero tiene la vocación, las cualidades y
la experiencia de un verdadero profesor. Desde que lo conozco, ha estado
vinculado a la enseñanza, sobretodo en niños y jóvenes. Su pedagogía para
lograr incentivar el gusto –o el simple interés– por la literatura en sus
alumnos, es una de las facultades que más le admiro. Él no es como un profesor
de escuela que saluda y comienza su clase preparada de manera directa, rígida y
siguiendo un esquema casi invariable que que aburre a los estudiantes impidiendo
estimular el deseo sincero por aprender, por tomar una hoja en blanco y
desnudarla con el lápiz.
Así de
sencillo como ha sido toda la vida, es como profesor y poeta. Tuve el gusto de
participar activamente en muchas de sus clases, sobre todo en las de los
proyectos de la Fundación Raíces Mágicas. Estos proyectos, que contribuyeron
tanto a los niños, jóvenes y padres de familia participantes, lo fortalecieron
también mucho él. Se sintió como pez en el agua, aprendiendo a la vez que
enseñaba, haciendo lo que más le gusta: respirar y vivir la poesía; no solo la
suya, sino también aquella que va surgiendo de los pequeños escritores,
aquellos que apenas se están atreviendo a enfrentar la hoja en blanco, aquellos
a los que ha podido contagiar la cuestión
poética.
Tal vez
enseñar poesía, o enseñar a ser poeta, es la tarea más difícil del mundo. ¿Cómo
me hago poeta? El mismo nos ha confesado que mentiría si dijera que iba a
enseñarnos a ser poetas. La poesía no es como las asignaturas del colegio. Él
lo que tal vez si podría enseñarnos, es como buscarla, como intentar
descubrirla, como irse acercando a ella con sigilo sin espantarla, como
mediante la escritura y la lectura, las sensibilización de nuestros sentidos y
la espontaneidad de nuestra imaginación, es posible construir en nuestro ser
esa atracción por la poética.
«Cerca de cincuenta años caminando contigo,
poesía. Al principio me enredabas los pies y caía de bruces sobre la tierra
oscura o enterraba los ojos en la charca para ver las estrellas (…)»,
diría él hoy después de tantos años viviendo con ella como en su momento lo
hizo Neruda. Su juventud y años posteriores se fueron empapando cada vez
más de ese manto mágico y se convirtió en una labor alterna al trabajo. El
grupo literario El Aleph, la Escuela de Bellas Artes, la Fundación Raíces
Mágicas, el «Mingitorio Poético», y los colegios de la ciudad, fueron escenario
de su don para hacer volar versos de las situaciones más cotidianas, de las
alegrías y tristezas más profundas, de la amistad y el amor, de la ciudad, de
esa infinidad de imágenes que a cada instante capturan nuestros sentidos.
En estos duros
momentos, cuando la vida nos da un vuelco repentino casi sin estar preparado,
cuando el dolor y la desesperanza parecen ser más fuertes que nosotros mismos,
la poesía ha sabido ser el elixir, la pócima mágica que nos hace fuertes para
enfrentar la muerte de frente. Es esa la
resistencia que
palpita en la sangre y nos da cada vez más razones para continuar llenando los
espacios de la hoja en blanco, que es la vida misma.

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